De los recuerdos de nuestra infancia emerge siempre la clara figura de una maestra o de un maestro, con quien tenemos pendiente una deuda de gratitud. Suele ocurrir que tardamos mucho en darnos cuenta de su influencia benefactora, y para entonces aquellas personas que sirvieron de puente entre la familia y la sociedad, que suavizaron el desamparo de los primeros días de escuela y nos llevaron de la mano por los laberintos del abecedario y la cultura habrán desaparecido ya de nuestras vidas. Un homenaje al maestro puede servir para pagar esta deuda de gratitud. Es por ello un acto de justicia poética.
Pero también es un acto de justicia real, porque tiene que servir para llamar la atención de la sociedad hacia una profesión que, por esa inversión de prestigios que desdichadamente sufrimos, pasa inadvertida o menospreciada. Otras admiraciones más espectaculares nos hacen ser mezquinos al valorar a las personas que nos enseñaron las primeras letras, que nos obligaron, con una conmovedora paciencia, a dominar nuestra atención, tan propensa a irse por las nubes, para fijarla en el encerado o el cuaderno. Para el niño, ellos son los máximos representantes de la cultura, y, para todos, los grandes funcionarios de la Humanidad. Supieron hacernos pasar de un mundo de afectos privados a un mundo de afectos sociales, y nos convirtieron en pequeños ciudadanos, al enseñarnos las normas compartidas.
El maestro necesita autoridad para poder ejercer bien su cometido, y esa autoridad sólo puede recibirla de un generoso y constante apoyo social. Un homenaje al maestro se convierte así en una eficaz colaboración pedagógica. Y también en una demostración de inteligencia ciudadana. La sabiduría de una sociedad, su estatura ética, se demuestra en los modos de conferir prestigios o distinciones. Cuando esos reconocimientos se dan a quienes no los merecen, o dejan de darse a quien los merecía, se produce una corrupción social, un empequeñecimiento que a todos nos empequeñece. Al homenajear al maestro estamos ennobleciendo el espacio de nuestra convivencia.
A los adultos nos invade muchas veces el desaliento ante el futuro, un cierto cansancio de lo porvenir. Entonces deberíamos recordar la figura del maestro, que es el profesional de la esperanza, el incansable, humilde y magnífico cuidador del futuro. Con la misma tenacidad con que el árbol florece en primavera, él volverá a enseñar que dos por dos son cuatro. Nos convendría a todos regresar por un momento a ese ámbito animoso y cordial. Este homenaje puede servir también para reavivar nuestra esperanza.
Por todas estas razones, de justicia, de sabiduría, de propio interés, invitamos a niños y a adultos, a padres e hijos, a participar en un homenaje nacional e intergeneracional al maestro.
JOSÉ ANTONIO MARINA Septiembre de 2004
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